Escultura: Miguel Pedroza
Por Carolina Salas @Caro_Salsas
En un instante, me vi sometida a la imagen de una escultura, en realidad a una serie de ellas. Cuando pienso en escultura, no puedo evitar acercarme a un discurso sobre el vacío. La forma vive porque tiene un espacio que habitar. Huecos, espacios ocupados y oquedades sustentan una estructura que parece valerse de la fragilidad para retar al discurso.
Una forma que reinventa el espacio con su presencia, que rompe el silencio erigiéndose casi imposible. La física –y sus leyes– se pone entre paréntesis para darle posibilidad a la figura.
Contra el fondo, toma significado su esbeltez. Se adivina una fuerza extraña que mantenga unidas las falanges, campos magnéticos que se resisten a ser separados y se aferran a la contingencia.
Interdependencia de fragmentos que en singular pierden sentido. Conjugaciones plurales de una estructura que juega a lo efímero.
A solas, miro la escultura y adivino un reflejo. Me mira de vuelta e intuyo la pregunta sobre mi propia fragilidad, mi forma de estar en el mundo aparentemente estructurada, cuando lo único que subyace son espacios.
Quiera representarse la falta, la ausencia que el artista vierte en un espacio vacío que le confiera existencia a lo que, inefable, apremia dentro. Construimos afuera intentando formalizar lo que yace en el centro pero escapa a toda denominación.
Quizá esa sea la razón de aferrarnos a la apariencia de lo estable, de lo fundamentado y cimentado. Tal vez por eso nos sujetamos a un sistema de certezas escenificadas, para poder dar un paso en el eco del vacío.
Nos agarramos de la estructura aparente para intentar asegurar que el paso que demos no será uno hacía la falta, sino hacia un espacio construido aunque lo endeble de la estructura nunca nos pueda soportar, aunque la falta nunca pueda ser cubierta, aunque el vacío nunca deje de ser la respuesta.